El planteamiento inicial de
películas en las que una familia debe pasar una noche en una casa abandonada
para cobrar una herencia ha sido explotado hasta la saciedad en el mundo del
cine.
Cádiz, acostumbrada a que el
séptimo arte la escoja como lienzo para sus obras, parece haber hecho suya esta
idea y, por sus rincones, pueden encontrarse numerosos bloques de viviendas en
los que sus habitantes son albergados, por sus cuatro paredes, en el estado
último del ser humano, polvo.
Uno de los ejemplos más sonados
de este desaprovechamiento del terreno urbanizable gaditano –algo que,
precisamente, no sobra- es Valcárcel.
El dueño legítimo de esta enorme
parcela, increíblemente bien aprovechada como parking, es “el perro del
hortelano”. Hace ya más de un año, la ley, en concreto la que hace referencia a
la propiedad privada, le dio la razón. El proyecto llamado “Valcárcel
Recuperado”, que pretendía hacer uso de sus abandonadas instalaciones para
acoger iniciativas populares y ventajosas para la ciudadanía, quedo
desestimado.
La propiedad es respetable y a
nadie le gusta que le quiten sus bienes; Valcárcel era un bien patrimonial y
habría que comprobar la legalidad de su cese a un particular; es peligroso e
insano hacer uso de un edificio ruinoso; profesionales han colaborado en la
rehabilitación del emblemático edificio; no se puede permitir que “cuatro
hippies” se adueñen de la ciudad; es incoherente mantener cerrado un edificio
al que podría dársele tanto uso. Todas estás expresiones son sólo algunos de
los argumentos que, a un lado y otro de la balanza, ejercen presión en un
debate zanjado a golpe de martillo. Concretamente el del juez.
Respetando, he incluso llegando a
entender, todas las opiniones, la mía se centra en el hecho de que uno de los
edificios más grandes de Cádiz fue inhabitado para el uso ciudadano, no para
dar cabida a un proyecto de futuro, que generase empleo y nuevas posibilidades;
si no para volver a quedar abandonado.
Nada. Esa es la herencia recibida
por todas las familias e individuos que pasaron por allí. Una fotografía vacía
de contenido, como un vampiro que se mira a un espejo.
Esta triste estampa se repite,
sin tanto calado social, por diversas esquinas. La calle San Juan tiene su
propio ejemplo y vecinos como Silvia Arlandi se quejan del deterioro del número
21, una casa declarada en ruinas y que, sin embargo, hace las veces de albergue
a indigentes. Por lo visto, si los que van a pasar el tiempo allí son
“ciudadanos de segunda categoría” no importa la insalubridad de las
instalaciones. Tal vez me equivoque y tenga más que ver con la relevancia del
propio edificio o de su propietario. Tal vez, por otro lado, este “uso
ciudadano” no deje en evidencia el desinterés, por parte de las administraciones,
de la infraestructura gaditana ni la falta de ingenio de las mismas a la hora
de sacarles partido.
La verdad, sin tal vez que
valgan, es que quienes comparten dirección de correo ordinario con esta finca
sufren los consecuentes malos olores, proliferación de plagas y, en ocasiones,
el peligro de las actividades ilícitas llevadas a cabo en su interior, sin que
existan acalorados debates al respecto.
La calle Soledad vive una situación semejante. Tras la, también, cinematográfica
escena del derrumbamiento espontáneo de uno de sus edificio; en la que una nube de polvo
se expandió a lo largo y ancho de sus proximidades; es precisamente la
sedimentación de dicho elemento, una vez más, su único inquilino.
Fabricar comida, dejar que se
pudra y tener que tirarla si alguien con hambre no puede pagarla, bajo la
lógica aplastante de que no va a ser regalada si otros pagan por ella. Hacer lo
mismo con edificios y cualquier otro elemento, de primera necesidad, que se
precie, bajo la lógica aplastante de la oferta y la demanda, de las leyes del
mercado y de las leyes a secas.
Bajo la evidencia, aplastante, de
que se nos ha olvidado que toda organización –sea de la índole que sea- es un
invento del ser humano y que, por ende, debería estar al servicio del mismo y
no al contrario.
0 comentarios:
Publicar un comentario