jueves, mayo 02, 2013
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El planteamiento inicial de películas en las que una familia debe pasar una noche en una casa abandonada para cobrar una herencia ha sido explotado hasta la saciedad en el mundo del cine.

Cádiz, acostumbrada a que el séptimo arte la escoja como lienzo para sus obras, parece haber hecho suya esta idea y, por sus rincones, pueden encontrarse numerosos bloques de viviendas en los que sus habitantes son albergados, por sus cuatro paredes, en el estado último del ser humano, polvo.

Uno de los ejemplos más sonados de este desaprovechamiento del terreno urbanizable gaditano –algo que, precisamente, no sobra- es Valcárcel.


El dueño legítimo de esta enorme parcela, increíblemente bien aprovechada como parking, es “el perro del hortelano”. Hace ya más de un año, la ley, en concreto la que hace referencia a la propiedad privada, le dio la razón. El proyecto llamado “Valcárcel Recuperado”, que pretendía hacer uso de sus abandonadas instalaciones para acoger iniciativas populares y ventajosas para la ciudadanía, quedo desestimado.

La propiedad es respetable y a nadie le gusta que le quiten sus bienes; Valcárcel era un bien patrimonial y habría que comprobar la legalidad de su cese a un particular; es peligroso e insano hacer uso de un edificio ruinoso; profesionales han colaborado en la rehabilitación del emblemático edificio; no se puede permitir que “cuatro hippies” se adueñen de la ciudad; es incoherente mantener cerrado un edificio al que podría dársele tanto uso. Todas estás expresiones son sólo algunos de los argumentos que, a un lado y otro de la balanza, ejercen presión en un debate zanjado a golpe de martillo. Concretamente el del juez.


Respetando, he incluso llegando a entender, todas las opiniones, la mía se centra en el hecho de que uno de los edificios más grandes de Cádiz fue inhabitado para el uso ciudadano, no para dar cabida a un proyecto de futuro, que generase empleo y nuevas posibilidades; si no para volver a quedar abandonado.

Nada. Esa es la herencia recibida por todas las familias e individuos que pasaron por allí. Una fotografía vacía de contenido, como un vampiro que se mira a un espejo.

Esta triste estampa se repite, sin tanto calado social, por diversas esquinas. La calle San Juan tiene su propio ejemplo y vecinos como Silvia Arlandi se quejan del deterioro del número 21, una casa declarada en ruinas y que, sin embargo, hace las veces de albergue a indigentes. Por lo visto, si los que van a pasar el tiempo allí son “ciudadanos de segunda categoría” no importa la insalubridad de las instalaciones. Tal vez me equivoque y tenga más que ver con la relevancia del propio edificio o de su propietario. Tal vez, por otro lado, este “uso ciudadano” no deje en evidencia el desinterés, por parte de las administraciones, de la infraestructura gaditana ni la falta de ingenio de las mismas a la hora de sacarles partido.

La verdad, sin tal vez que valgan, es que quienes comparten dirección de correo ordinario con esta finca sufren los consecuentes malos olores, proliferación de plagas y, en ocasiones, el peligro de las actividades ilícitas llevadas a cabo en su interior, sin que existan acalorados debates al respecto.

La calle Soledad vive una situación semejante. Tras la, también, cinematográfica escena del derrumbamiento espontáneo de uno de sus edificio; en la que una nube de polvo se expandió a lo largo y ancho de sus proximidades; es precisamente la sedimentación de dicho elemento, una vez más, su único inquilino.

Fabricar comida, dejar que se pudra y tener que tirarla si alguien con hambre no puede pagarla, bajo la lógica aplastante de que no va a ser regalada si otros pagan por ella. Hacer lo mismo con edificios y cualquier otro elemento, de primera necesidad, que se precie, bajo la lógica aplastante de la oferta y la demanda, de las leyes del mercado y de las leyes a secas.

Bajo la evidencia, aplastante, de que se nos ha olvidado que toda organización –sea de la índole que sea- es un invento del ser humano y que, por ende, debería estar al servicio del mismo y no al contrario.


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